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Nadie duda que las manifestaciones artísticas han estado indisolublemente unidas al ejercicio del poder, bien sea absoluto u oligárquico, bien sea democrático.
Las monarquías absolutas a lo largo de la historia, se llamaran así o de otra forma, siempre han buscado en el arte una forma de demostrar un poder superior a otros grupos sociales o al pueblo, en general. En esa intención, también había un afán propagandístico que bien podemos ver en representaciones como el Anfiteatro Flavio o Coliseo, en la Roma Imperial; el palacio-monasterio de El Escorial, en la España Imperial o Versalles, durante el absolutismo francés. Por supuesto que estos afanes no soló se ven en la arquitectura sino también en la escultura o en la pintura. Miles de ejemplos desde el Carlos V en la batalla de Mülhberg, de Tiziano hasta la familia de Carlos IV, de Goya.
La iglesia cristiana, como ejemplo de las religiones que tienen sistemas jerárquicos para controlar la sociedad a través del dogma, también ha acudido a las grandes construcciones, la escultura monumental o la pintura para explicar su poder y justificarse ante sus seguidores. La basílica de San Pedro del Vaticano es un depurado ejemplo de la magnificencia en todas estas manifestaciones artísticas.
Las democracias contemporáneas también han buscado en el arte una manifestación del poder de la clase política, elegida por los ciudadanos. Megalómanas construcciones y diseños urbanos tachonan nuestros estados. Sirvan de ejemplo el barrio de la Defense, en París o Brasilia, la capital de Brasil.
Quizás el primer gran ejemplo de la relación entre poder político y arte esté en Mesopotamia.
Cuando los sacerdotes gobernantes de Eshnunna hacia el 3000 ac. se representaron como orantes, mostraban su calidad al ser los únicos con capacidad de ver a los dioses directamente. Perfectas figuras de bulto redondo, con incrustaciones de piedra para darle más vivacidad. Nunca antes se había hecho nada igual pues a pesar de sus esquematismos, el realismo estaba perfectamente presente.
Cuando Naram-Sin, nieto de Sargón el Grande, extendió el imperio acadio hacia el 2200 ac, se hizo representar en una estela donde, escalando una montaña, mostraba las dos fuentes de su poder: la relación directa con el Dios, representado por dos esferas luminosas, y el poder militar, representados por sus soldados y por los enemigos muertos en combate de manera sangrienta y brutal...
Quizás la más conocida de las representaciones del poder sea la estela de Hammurabi. Allí el rey babilonio, hacia el 1750 ac. está representado recibiendo directamente del dios de la justicia, Shamash los atributos de la misma y el famoso Código que está tallado en la parte inferior de la estela. Es el principio de soberanía de origen divino que luego Bossuet desarrollará para los reyes franceses del siglo XVII y XVIII: las leyes se reciben de Dios, por lo tanto, son inmutables y de aplicación sin discusión.
Que los brutales Assurnasirpal, Salmanansar o Tiglat-Pileser hicieran libaciones con los genios alados que acompañan a los dioses, eleva a los reyes asirios del siglo IX ac a la categoría de ungidos por los dioses. Su brutalidad en la conquista está justificada. Así, sus frisos de enemigos derrotados en largas líneas en las paredes de sus palacios parecían querer amedrentar a los mensajeros o diplomáticos de otros pueblos. Su justa fama en la conquista de las ciudades fenicias hacía que esos relieves fueran aun más terribles para el que los veía. No hay hasta la llegada del friso de las Panateneas en Atenas o los frisos imperiales romanos, mejor demostración propagandística.
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