sábado, 15 de octubre de 2011

Elgin Marbles

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areté

Término griego que procede del comparativo del adjetivo agathós, «bueno», que a su vez procede de la raíz aga- («lo mejor»), que se apoya en la partícula inseparable «ari-», indicadora de una idea de excelencia, que está en la base de aristos (el superlativo de distinguido y selecto, que en plural era utilizado para designar la nobleza o aristocracia). Significa, originariamente, «excelencia o perfección de las personas o las cosas». En este sentido, los griegos de la época de Homero y de Hesíodo, y hasta el siglo IV a.C., hablaban de la areté como de una fuerza o una capacidad: el vigor y la salud son la areté del cuerpo, la sagacidad, la inteligencia y la previsión son areté del espíritu. Posteriormente, y debido a la influencia de Aristóteles, este término ha pasado a traducirse habitualmente por virtud. Areté, en arte, significa la perfección de formas, esa belleza inspirada en principios matemáticos pero cubierta por una capa de humanidad. Areté es la excelencia de consiguió Fidias de él mismo y de su equipo de escultores en el Partenon, superando a Policleto o a Mirón. Esa areté que ha fascinado a la civilización occidental hasta hoy en día: nadie ha sabido captar con mayor naturalidad la perfección física del ser humano sin renunciar al “ethos”, a la expresión del carácter.


Thomas Bruce, escocés, séptimo conde de Elgin y Kilcardine, paseaba muy habitualmente por las ruinas clásicas de Atenas. Su formación clásica de Eton y su larga experiencia cultural por las cortes europeas le hacían rechazar el fascinante mundo islámico y orientalizante de la Sublime Puerta pero, en cambio, se veía atraído constantemente por la fuerza de los restos clásicos que el Sultán despreciaba. Aunque eran tiempos difíciles en plena guerra contra Napoleón, él intentaba acercarse a Atenas para disfrutar de esa pasión secreta: recrear el mundo clásico, sentirse heleno por momentos, alcanzar la areté que todo clasicista busca.


Dos noticias le tenían consumido. Una, más mundana y real, era que Bonaparte había aparecido en Paris, tras huir de Egipto, para tomar el poder absoluto en Francia. El Foreign Office no estaba precisamente contento por la incapacidad mostrada por el Sultán para contener los avances de Napoleón y barajaba la posibilidad de enviar una expedición militar para acabar con el ejército francés en Egipto. No salía bien parado de esta jugada. Probablemente, sería destinado a otro lugar y a una peor posición.  
La segunda, le desasosegaba. Había llegado a sus oídos que las autoridades turcas habían permitido a contratistas comprar enormes cantidades de mármol del Pentélico de las ruinas atenienses con la intención de quemarlas y producir cal. Era increíble. Él sabía que aun en el Partenon y en sus alrededores había cientos, miles de maravillosos restos de la decoración del templo, tirados, pateados y despreciados. Algunos los había intentado comprar sin mucho éxito pero ahora sabía que tenía que hacer algo para que no se perdieran.




Su plan era audaz y no exento de peligro. Había enviado a Lord Palmer en Londres un requerimiento para hacerse con esos restos al igual que había ocurrido con la Piedra Rosseta en el Cairo y otros interesantes restos funerarios egipcios. Negativa por respuesta. Londres ni siquiera le permitía solicitar un permiso para datar, catalogar y dibujar los restos de la Acropolis.

Pues bien, yo los salvaré. Serán míos. Y así fue. 

Contrató a un dibujante y pintor italiano, Lusieri, para dar apariencia legal a su “investigación”. Sabía Bruce, duque de Elgin, que ese trabajo de catalogación ya se había hecho durante el siglo XVII y todas las piezas estaban perfectamente descritas. Él siempre afirmó que ese estudio estaba perdido pero, en secreto, había recuperado dos copias del mismo, una en Paris y otra en el Gran Bazar de Estambul. Nunca se lo dijo a nadie, ni a su esposa. Durante días, pateó y recorrió los restos del Partenon, siguiendo las indicaciones de la vieja investigación. Allí es donde preparó la gran mentira, la farsa que ha permitido a la humanidad conocer las más maravillosas esculturas de la antigüedad clásica.

Falsificó una carta del asiento de la Sublime Puerta para iniciar obras de “excavación”. Fue fácil porque el voivode o gobernador turco de Atenas fue largamente recompensado. Lejos de eso fue pacientemente sacando de la acrópolis decenas de piezas. Las más grandes lejos de la vista de los atenienses, muy celosos de sus templos. Para no levantar sospechas, las supuestas “obras arqueológicas” se extendieron durante una década. Las campañas napoleónicas por Europa le hicieron un favor: nadie se preocupaba de un filántropo inglés, medio loco que se dedicaba a pagar enormes sumas de dinero por dibujar y catalogar piedras. “Ingleses…” se decían. Hasta 70.000 libras esterlinas de la época –una fortuna- se gastó Lord Elgin. Pero, ya eran suyas y estaban en Porsmouth a buen recaudo. Quizás el peor momento fue cuando estuvo a punto de naufragar en el canal la goleta que llevaba gran parte del friso de las Panateneas. Sin embargo, al fin, todo había terminado felizmente.

Falso. En 1812 un descuido en las aduanas turcas desveló que las importaciones del Lord inglés eran antigüedades clásicas. El gobierno inglés, por orden directa de Lord Liverpool, primer ministro, intentó recuperarlos por la fuerza. Se abría un largo litigio legal sobre la propiedad de ese legado obtenido de forma irregular en el extranjero. Finalmente, en 1816, sumido en una profunda depresión, Lord Elgin los cedió al British Museum –la guerra le obligó a rechazar una fabulosa oferta de Bonaparte- y pasaron a ser propiedad del estado británico. El gobierno le pagó una cantidad irrisoria que le llevó a la bancarrota.
Me imagino el rostro, la mirada fija, casi llorosa de Lord Elgin apoyado en su bastón, carcomido por una artritis originada por la sífilis, viendo sacar de su palacio a las afueras de Londres, cajas y cajas con sus “queridos” mármoles. Esto, y su divorcio de Mary Nisbet, acabaron con su prometedora carrera como par del Imperio.

17 grandes figuras, entre ellas las 3 parcas, su más preciado tesoro, 75 metros de relieves del friso de las Panateneas, decenas tablas de las metopas de los Centauros y los Lapitas. Y hasta una kariatide del Erecteion.
Pocas veces el amor al arte, a la cultura clásica, se ha malinterpretado como expolio. Pero nunca un “expolio” ha sido tan productivo para el genio y el conocimiento humano, por cuanto, diez años después en la guerra de Independencia griega la Acrópolis ateniense fue asediada por los Turcos dos veces y decenas de restos fueron utilizados como parapetos y fortificación, perdiéndose para siempre.

Gracias Thomas Burke, Lord Elgin. Areté.













Si quieres conocer más de estas esculturas y relieves puedes consultar las siguientes páginas web sobre el tema.

 Rápido repaso al programa escultórico del Partenon
Sobre Lord Elgin y las esculturas del Partenon
Otro somero estudio de las esculturas

Magnifica página del british Museum sobre los Elgin Marbles

Iniciarte nos cuenta la verdadera historia de Thomas Bruce

Enseñ-árte nos ilustra, como siempre

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