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areté
Término griego que procede del comparativo del adjetivo agathós, «bueno», que a su vez procede de la raíz aga- («lo mejor»), que se apoya en la partícula inseparable «ari-», indicadora de una idea de excelencia, que está en la base de aristos (el superlativo de distinguido y selecto, que en plural era utilizado para designar la nobleza o aristocracia). Significa, originariamente, «excelencia o perfección de las personas o las cosas». En este sentido, los griegos de la época de Homero y de Hesíodo, y hasta el siglo IV a.C., hablaban de la areté como de una fuerza o una capacidad: el vigor y la salud son la areté del cuerpo, la sagacidad, la inteligencia y la previsión son areté del espíritu. Posteriormente, y debido a la influencia de Aristóteles, este término ha pasado a traducirse habitualmente por virtud. Areté, en arte, significa la perfección de formas, esa belleza inspirada en principios matemáticos pero cubierta por una capa de humanidad. Areté es la excelencia de consiguió Fidias de él mismo y de su equipo de escultores en el Partenon, superando a Policleto o a Mirón. Esa areté que ha fascinado a la civilización occidental hasta hoy en día: nadie ha sabido captar con mayor naturalidad la perfección física del ser humano sin renunciar al “ethos”, a la expresión del carácter.
Término griego que procede del comparativo del adjetivo agathós, «bueno», que a su vez procede de la raíz aga- («lo mejor»), que se apoya en la partícula inseparable «ari-», indicadora de una idea de excelencia, que está en la base de aristos (el superlativo de distinguido y selecto, que en plural era utilizado para designar la nobleza o aristocracia). Significa, originariamente, «excelencia o perfección de las personas o las cosas». En este sentido, los griegos de la época de Homero y de Hesíodo, y hasta el siglo IV a.C., hablaban de la areté como de una fuerza o una capacidad: el vigor y la salud son la areté del cuerpo, la sagacidad, la inteligencia y la previsión son areté del espíritu. Posteriormente, y debido a la influencia de Aristóteles, este término ha pasado a traducirse habitualmente por virtud. Areté, en arte, significa la perfección de formas, esa belleza inspirada en principios matemáticos pero cubierta por una capa de humanidad. Areté es la excelencia de consiguió Fidias de él mismo y de su equipo de escultores en el Partenon, superando a Policleto o a Mirón. Esa areté que ha fascinado a la civilización occidental hasta hoy en día: nadie ha sabido captar con mayor naturalidad la perfección física del ser humano sin renunciar al “ethos”, a la expresión del carácter.
Thomas Bruce, escocés, séptimo conde de Elgin y Kilcardine, paseaba
muy habitualmente por las ruinas clásicas de Atenas. Su formación clásica de Eton y su larga experiencia cultural por las cortes europeas le hacían rechazar el fascinante mundo islámico y orientalizante de la
Sublime Puerta pero, en cambio, se veía atraído constantemente por la fuerza de
los restos clásicos que el Sultán despreciaba. Aunque eran tiempos difíciles en
plena guerra contra Napoleón, él intentaba acercarse a Atenas para disfrutar de
esa pasión secreta: recrear el mundo clásico, sentirse heleno por momentos, alcanzar
la areté que todo clasicista busca.
Dos noticias le
tenían consumido. Una, más mundana y real, era que Bonaparte había aparecido en
Paris, tras huir de Egipto, para tomar el poder absoluto en Francia. El Foreign
Office no estaba precisamente contento por la incapacidad mostrada por el
Sultán para contener los avances de Napoleón y barajaba la posibilidad de
enviar una expedición militar para acabar con el ejército francés en Egipto. No
salía bien parado de esta jugada. Probablemente, sería destinado a otro lugar y
a una peor posición.
La segunda, le
desasosegaba. Había llegado a sus oídos que las autoridades turcas habían
permitido a contratistas comprar enormes cantidades de mármol del Pentélico de
las ruinas atenienses con la intención de quemarlas y producir cal. Era
increíble. Él sabía que aun en el Partenon y en sus alrededores había cientos,
miles de maravillosos restos de la decoración del templo, tirados, pateados y
despreciados. Algunos los había intentado comprar sin mucho éxito pero ahora
sabía que tenía que hacer algo para que no se perdieran.
Su plan era audaz y
no exento de peligro. Había enviado a Lord Palmer en Londres un requerimiento
para hacerse con esos restos al igual que había ocurrido con la Piedra Rosseta
en el Cairo y otros interesantes restos funerarios egipcios. Negativa por
respuesta. Londres ni siquiera le permitía solicitar un permiso para datar,
catalogar y dibujar los restos de la Acropolis.
Pues bien, yo los
salvaré. Serán míos. Y así fue.
Contrató a un
dibujante y pintor italiano, Lusieri, para dar apariencia legal a su
“investigación”. Sabía Bruce, duque de Elgin, que ese trabajo de catalogación
ya se había hecho durante el siglo XVII y todas las piezas estaban
perfectamente descritas. Él siempre afirmó que ese estudio estaba perdido pero,
en secreto, había recuperado dos copias del mismo, una en Paris y otra en el
Gran Bazar de Estambul. Nunca se lo dijo a nadie, ni a su esposa. Durante días,
pateó y recorrió los restos del Partenon, siguiendo las indicaciones de la
vieja investigación. Allí es donde preparó la gran mentira, la farsa que ha
permitido a la humanidad conocer las más maravillosas esculturas de la
antigüedad clásica.
Falsificó una carta
del asiento de la Sublime Puerta para iniciar obras de “excavación”. Fue fácil
porque el voivode o gobernador turco de Atenas fue largamente recompensado. Lejos
de eso fue pacientemente sacando de la acrópolis decenas de piezas. Las más
grandes lejos de la vista de los atenienses, muy celosos de sus templos. Para
no levantar sospechas, las supuestas “obras arqueológicas” se extendieron
durante una década. Las campañas napoleónicas por Europa le hicieron un favor:
nadie se preocupaba de un filántropo inglés, medio loco que se dedicaba a pagar
enormes sumas de dinero por dibujar y catalogar piedras. “Ingleses…” se decían.
Hasta 70.000 libras esterlinas de la época –una fortuna- se gastó Lord Elgin.
Pero, ya eran suyas y estaban en Porsmouth a buen recaudo. Quizás el peor
momento fue cuando estuvo a punto de naufragar en el canal la goleta que
llevaba gran parte del friso de las Panateneas. Sin embargo, al fin, todo había
terminado felizmente.
Falso. En 1812 un
descuido en las aduanas turcas desveló que las importaciones del Lord inglés
eran antigüedades clásicas. El gobierno inglés, por orden directa de Lord
Liverpool, primer ministro, intentó recuperarlos por la fuerza. Se abría un
largo litigio legal sobre la propiedad de ese legado obtenido de forma
irregular en el extranjero. Finalmente, en 1816, sumido en una profunda
depresión, Lord Elgin los cedió al British Museum –la guerra le obligó a
rechazar una fabulosa oferta de Bonaparte- y pasaron a ser propiedad del estado
británico. El gobierno le pagó una cantidad irrisoria que le llevó a la
bancarrota.
Me imagino el rostro,
la mirada fija, casi llorosa de Lord Elgin apoyado en su bastón, carcomido por
una artritis originada por la sífilis, viendo sacar de su palacio a las afueras
de Londres, cajas y cajas con sus “queridos” mármoles. Esto, y su divorcio de
Mary Nisbet, acabaron con su prometedora carrera como par del Imperio.
17 grandes figuras,
entre ellas las 3 parcas, su más preciado tesoro, 75 metros de relieves del
friso de las Panateneas, decenas tablas de las metopas de los Centauros y los
Lapitas. Y hasta una kariatide del Erecteion.
Pocas veces el amor
al arte, a la cultura clásica, se ha malinterpretado como expolio. Pero nunca
un “expolio” ha sido tan productivo para el genio y el conocimiento humano, por
cuanto, diez años después en la guerra de Independencia griega la Acrópolis
ateniense fue asediada por los Turcos dos veces y decenas de restos fueron
utilizados como parapetos y fortificación, perdiéndose para siempre.
Si quieres conocer más de estas esculturas y relieves puedes consultar las siguientes páginas web sobre el tema.
Rápido repaso al programa escultórico del Partenon
Sobre Lord Elgin y las esculturas del Partenon
Otro somero estudio de las esculturas
Magnifica página del british Museum sobre los Elgin Marbles
Iniciarte nos cuenta la verdadera historia de Thomas Bruce
Enseñ-árte nos ilustra, como siempre
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